miércoles, 22 de agosto de 2012

#13 HUÍDA.



Salieron de noche con lo puesto, camiseta, vaqueros y unas chanclas que dejaban entrever los pies curtidos por mil caminatas. Le punzaba una terrible inquietud generada por aquella noticia tantas veces temida y que acaba de escuchar en aquel programa de radio, de esos que llaman de autoayuda y que no es sino un punto de encuentro de pobres insomnes. Cogió la mochila, la cantimplora y salieron del refugio dejando atrás la estancia a oscuras.

Apenas se veía. Sus pupilas terminaron por dilatarse al cabo de un rato y entre la penumbra distinguieron el camino que les había traído al refugio la tarde anterior, tarde de placer que dirían algunos. Un paseo por el campo para despejarse de las preocupaciones diarias, magnificadas en esos tiempos de incertidumbre y que no les dejaban conciliar el sueño en su casa de la gran ciudad. Una ciudad con el traqueteo típico de las grandes ciudades y en la que en el fondo ella pasaba desapercibida, y paradójicamente, acompañada.

Sabían que podía ocurrir y, aunque advertidos, decidieron arriesgarse a realizar esa excursión. Desde que saltó la noticia se había dado todo tipo de recomendaciones. Que no se saliera de casa, que se permaneciera con familiares y amigos, con acopio de alimentos. ¿Tan grave era la situación? Al parecer nadie había sobrevivido a su encuentro. Rondaba por cualquier esquina, matorral, al acecho de los incautos. Todos eran mirlos blancos. Todos eran potenciales víctimas de aquella fugitiva. Había que estar acompañados. Siempre había rondado por doquier pero ahora una muchedumbre había decidido acabar con ella. Y todos estaban asomados a aquellas ondas que irradiaban fuerza y valor para combatirla.

El camino parecía cerrarse por la inexplicable sombra que la noche proyectaba a través de los árboles, y sin embargo sabían que la única salida de aquel páramo en el que se encontraban era caminar por la senda hasta el puente del arroyo y después girar a la derecha por la pista forestal al término de la cual se encontraba su coche estacionado.

Su respiración acelerada dejaba poco espacio a la tranquilidad, más que por la prisa por el pánico que se anudaba a su estómago. Pero sabía que si por alguna razón les descubrían, esa relación que habían mantenido durante años se vendría abajo. Nunca habían aprobado esa sólida unión, voluntaria y sencilla. Llevaba tanto tiempo con ella que apenas ya la sentía, y sin embargo ahí estaba, siguiéndolo como una sombra como hacía siempre, agobiándole en determinadas ocasiones pero fiel como solamente ella sabía ser, apegada su existencia desde hacía años.

Ya visualizaba el coche cuando empezaron a abandonarle las fuerzas. Apenas entró en el habitáculo se sintió seguro y a ella a salvo, aunque aún quedaba volver a casa. Chirriaron las ruedas en el oscuro aparcamiento y se lanzó a toda velocidad por la pista de tierra, ansioso por encontrar refugio para los dos. Las curvas se presentaban ante ellos como trampas puestas ahí por esos oyentes que aún lejos del alcance de la radio él aún escuchaba, y él sólo intentaba sortearlas con el fin de llegar a un lugar seguro. Si es que lo había.

Fue llegando a la altura de la presa, en el último giro a la izquierda, exceso de velocidad o falta de visibilidad, la rueda derecha perdió adherencia y continuó su giro en el aire, seguida por el maletero y el resto del habitáculo. Por un segundo lanzó el brazo en un gesto de protección hacia el lado del acompañante y posó su mano en el asiento vacío. Después cayeron.

Cuando el equipo de rescate, ya bien entrada la mañana, encontró el coche accidentado, sólo pudieron certificar su deceso, un cuerpo inerte al lado de su inseparable soledad. Lograron escapar.

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