Salieron
de noche con lo puesto, camiseta, vaqueros y unas chanclas que dejaban entrever
los pies curtidos por mil caminatas. Le punzaba una terrible inquietud generada
por aquella noticia tantas veces temida y que acaba de escuchar en aquel
programa de radio, de esos que llaman de autoayuda y que no es sino un punto de
encuentro de pobres insomnes. Cogió la mochila, la cantimplora y salieron del
refugio dejando atrás la estancia a oscuras.
Apenas
se veía. Sus pupilas terminaron por dilatarse al cabo de un rato y entre la
penumbra distinguieron el camino que les había traído al refugio la tarde
anterior, tarde de placer que dirían algunos. Un paseo por el campo para
despejarse de las preocupaciones diarias, magnificadas en esos tiempos de
incertidumbre y que no les dejaban conciliar el sueño en su casa de la gran
ciudad. Una ciudad con el traqueteo típico de las grandes ciudades y en la que
en el fondo ella pasaba desapercibida, y paradójicamente, acompañada.
Sabían
que podía ocurrir y, aunque advertidos, decidieron arriesgarse a realizar esa
excursión. Desde que saltó la noticia se había dado todo tipo de
recomendaciones. Que no se saliera de casa, que se permaneciera con familiares
y amigos, con acopio de alimentos. ¿Tan grave era la situación? Al parecer nadie
había sobrevivido a su encuentro. Rondaba por cualquier esquina, matorral, al
acecho de los incautos. Todos eran mirlos blancos. Todos eran potenciales
víctimas de aquella fugitiva. Había que estar acompañados. Siempre había
rondado por doquier pero ahora una muchedumbre había decidido acabar con ella.
Y todos estaban asomados a aquellas ondas que irradiaban fuerza y valor para
combatirla.
El
camino parecía cerrarse por la inexplicable sombra que la noche proyectaba a
través de los árboles, y sin embargo sabían que la única salida de aquel páramo
en el que se encontraban era caminar por la senda hasta el puente del arroyo y
después girar a la derecha por la pista forestal al término de la cual se
encontraba su coche estacionado.
Su
respiración acelerada dejaba poco espacio a la tranquilidad, más que por la
prisa por el pánico que se anudaba a su estómago. Pero sabía que si por alguna
razón les descubrían, esa relación que habían mantenido durante años se vendría
abajo. Nunca habían aprobado esa sólida unión, voluntaria y sencilla. Llevaba
tanto tiempo con ella que apenas ya la sentía, y sin embargo ahí estaba,
siguiéndolo como una sombra como hacía siempre, agobiándole en determinadas
ocasiones pero fiel como solamente ella sabía ser, apegada su existencia desde
hacía años.
Ya
visualizaba el coche cuando empezaron a abandonarle las fuerzas. Apenas entró
en el habitáculo se sintió seguro y a ella a salvo, aunque aún quedaba volver a
casa. Chirriaron las ruedas en el oscuro aparcamiento y se lanzó a toda
velocidad por la pista de tierra, ansioso por encontrar refugio para los dos.
Las curvas se presentaban ante ellos como trampas puestas ahí por esos oyentes
que aún lejos del alcance de la radio él aún escuchaba, y él sólo intentaba
sortearlas con el fin de llegar a un lugar seguro. Si es que lo había.
Fue
llegando a la altura de la presa, en el último giro a la izquierda, exceso de
velocidad o falta de visibilidad, la rueda derecha perdió adherencia y continuó
su giro en el aire, seguida por el maletero y el resto del habitáculo. Por un
segundo lanzó el brazo en un gesto de protección hacia el lado del acompañante
y posó su mano en el asiento vacío. Después cayeron.
Cuando
el equipo de rescate, ya bien entrada la mañana, encontró el coche accidentado,
sólo pudieron certificar su deceso, un cuerpo inerte al lado de su inseparable
soledad. Lograron escapar.
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