martes, 26 de junio de 2012

#05 UNA HISTORIA NO CONTADA



Cada día ocupaba el mismo sitio en aquellos bloques de hormigón que las tendencias modernas habían ido poco a poco imponiéndose a los bancos de toda la vida. Miraba a la Ría. En su vestido negro en el que se apreciaba el paso del tiempo tanto como ese estampado de pequeñas flores claras, se podía deducir que la que era de toda la vida, de esa vida de allí, era ella.

Un día tras otro, cada mañana temprano, cada día, de espaldas al camino que yo tomaba, podía ver a aquella mujer pequeña, tapada con un pañuelo que le cubría la cabeza, del cual sólo la claridad de unos mechones furtivos delataba que observaba desde la experiencia que da el tiempo.

Siempre quise preguntarle qué hacía, qué miraba, qué pensaba, siempre pensé que debía encontrar el momento, las formas, quizás un café. Llegué a sentirla como parte de ese camino que recorría al alba y que a modo de despertador ponía en marcha mis inquietudes más profundas. Era el despertar de mi conciencia. Pero nunca me paré a pensarlo, y tampoco a hablar con ella. De hecho creo que la primera vez que reparé en su ausencia ni siquiera lo hice. Y fue aquella rara sensación que me envolvió cuando llegué a la redacción del periódico la que me hizo girar la cabeza.

La estaba buscando, era como si mi mente se hubiera formado un puzzle a golpe de rutina y estuviera buscando rellenar el hueco que había dejado la anciana. Su ausencia. No pude desayunar, ni siquiera me despedí cuando salí corriendo para deshacer el camino andado. No había permanecido ni diez minutos en la oficina, y a mi jefe le dije que iba en busca de una gran historia, algo que me habían filtrado de raros sucesos en los márgenes de la Ría.

Cuando llegué al bloque de hormigón, tan frío en su superficie como en sus formas, observé como la lluvia propia de la tierra limpiaba el recuerdo de aquella anciana, que ya no estaba donde otros días aguantó gotas más gruesas que las finas lágrimas que ahora la despedían. Supe entonces que nunca tendría mi historia, o al menos nunca la tendría escrita, porque cada mañana de cada día había desenrollado un poco más el papiro de aquel tesoro, y las prisas, la vida, las costumbres o los valores (aunque nunca descarté que fuera todo a la vez) no me permitieron nunca bordear aquel violento trozo de piedra en el que descansaba su frágil silueta. De haberlo hecho le hubiera visto la cara y hubiera contado su historia.

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