martes, 10 de julio de 2012

#07 NOVENTA DÍAS



Noventa días. Con sus noches. Con sus horas. La había estado viendo cada mañana escondido tras la ventana del altillo, ocultando más su ansia por decirle algo que su cuerpo tras aquel parapeto.

Salía del portón de su casa, siempre vestida de manera sobria, como lo hacen los que no piensan en la estética sino en la comodidad. Pero para él cada uno de esos vestidos, cubiertos por finas chaquetas de hilo los primeros días y descubiertos según pasaban las semanas, le parecían dignos de un ajuar real.

Sujetaba ella  la enorme puerta para que su padre sacara el carro en el que habían depositado los helados para vender en la plaza, siempre con el mismo gesto, con una alegría que él consideraba inalcanzable a esas horas de la mañana. Y se fijaba en su piel, teñida por el sol y brillante hasta acusar los destellos en su mirada furtiva.

Noventa días que esperaba cada año desde hacía mucho, siempre con el temor de no volver a verla. Siempre pensando que quizás algún día dejara de salir, fiel a su cita con la mañana, con su mirada escondida, con los helados de su padre. Pero ella siempre aparecía, y una vez doblaba la esquina y ya no podía observarla desde su atalaya, dejaba pasar las horas. Dos. No cambiaba sus rutinas antes de salir a la calle y simular un paseo despreocupado por las calles aledañas a la plaza. Se apostaba en los soportales para ver cuándo quedaba el carro al descubierto, y entonces, como cada uno de los noventa días que duraba el cortejo unidireccional que había puesto en práctica cuando eran sólo unos niños, se acercaba, daba los buenos días y pedía un helado de sandía, de los del fondo, de los que ya alcanzaba mejor que cuando adivinó la posibilidad de observar todo su cuerpo doblado sobre el carrito, estirándose para alcanzar lo que para él no era sino la excusa de un amor incondicional.

Entonces hacía lo posible por mantener la compostura entre la sonrisa educada de ella y el roce de sus manos que intentaba prorrogar hasta lo que le parecía un tiempo infinito, regalándose una prórroga en el pago, nunca el precio exacto, siempre esperando las vueltas para sentir su mano e imaginar un paseo cogiéndola con suavidad.

Y ya. Sabía que tras aquel hasta luego había consumido un día más de aquellos noventa, a modo de una cuenta atrás invivible pero insustituible, en el que lidiaba con una pasión escondida de la que nunca había sentido el valor de escapar para arriesgar y probar suerte. La amargura de su interior contrastaba con el dulzor de aquel helado que antes de salir de la plaza por los soportales le recordaba los gestos de ella, el roce de su mano, el tacto de su piel.

Ella levantó la vista del carro, lejos de la mirada de los clientes observó como él se marchaba con el helado de sandía que le pedía cada día y que ella colocaba al fondo para marcarle un camino que sin saber por qué él nunca se decidió a tomar. Y supo que había pasado estéril un día más de otro verano.


1 comentario:

  1. Un relato apasionante. Una bella historia de historia de amor contada de tal manera, que uno se pregunta por qué no forma parte de una novela de 500 páginas.

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